2.9.06

El placer de desperdiciar


Encontré esto, es algo que escribí hace 3 años:

Lo bueno de ser niño es que uno es bastante inconsciente, por eso una de las cosas que más detesto haber aprendido es a no desperdiciar. Yo creo que si no hubiera aprendido, comería menos y dejaría de atormentarme por todos los niños de Somalia a los que jamás podré enviarles mis sobras.

Cuando todavía no era consciente de mi desperdicio, hacía cosas que ahora jamás me atrevería a hacer: una vez se me ocurrió que mi cuarto estaba muy vacío, que era demasiado simple, así que tomé una hilera de la cajita de costura de mi mamá y tejí una telaraña poca madre. Me divertí como nunca, iba de un lado a otro amarrando el hilo en todas partes: arriba, abajo, a los lados, en las patas de la cama, en las eses de la hamaca, en las manijas de las ventanas, en cualquier cosa que se pudiera dejar amarrar por un hilo. Luego tratar de recorrerlo entre contorsiones... era todo un reto.

Hoy no podría hacerlo, me sentiría terriblemente culpable: como el hilo es de algodón, estaría pensando en todas las plantitas que tuvieron que morir en vano.

Otra vez tuve la genial idea de rociar con talco el piso de mi cuarto. Mi hermana y yo nos deslizamos por el suelo, libres de fricción y de sentimientos de culpa: nos caímos muchas veces, atacadas de la risa, totalmente cubiertas de talco. Claro que si me hubiera detenido a pensar en lo que cuesta el talco y en limpiar el cuarto, jamás lo hubiera hecho. Pero, ¿quién iba a pensar en esas cosas cuando se puede vivir la ilusión de que tu cuarto está cubierto de nieve?

Si seguimos con lo del desperdicio, todavía me remuerde haberme gastado el dinero de mis cumpleaños en dulces y papitas. En el recreo, a la salida de la escuela o en alguna plaza el fin de semana, me compraba chicharrones con chile, pipiolos, miguelitos, pica-limón, brinquitos, elotes, esquites, marquesitas, carlos quintos, bolis, paletas heladas, granizados, helados de coco y chocolate, cacahuates con limón y picorey y quién sabe qué otras porquerías más.

Y qué tal cuando cocinaba huevos para todos con tal de quedarme con las cáscaras y rellenarlas con harina y confeti para próxima kermesse.

La tina de mis papás, que entonces se me antojaba enorme, era perfecta para baños de piscina: tapábamos el desagüe, esperábamos interminablemente a que se llenara y mientras tanto vaciábamos la mitad del shampoo más caro de mi mamá en el agua.

Lo que más me gustaba desperdiciar era mi tiempo: nunca se acababa, siempre había más. Yo tenía tiempo para ir a la escuela, hacer la tarea, ver caricaturas, jugar con los vecinos, con mis primos y hasta para resistirme a tomar un baño aún cuando el esfuerzo por evitarlo fuera mayor que el de tomarlo. Tenía tiempo hasta para aburrirme. Ahora el tiempo no me da y cuando de casualidad me sobra un poco, no me sirve para nada porque no sé que hacer.

Pero, bueno, no todo está perdido: a veces me olvido de todos los que sufren, de que el mundo se está acabando, de lo caro que está todo y entro a bañarme horas de horas, mientras sueño que soy una princesa que se consiente con un baño caliente de burbujas, lociones y acondicionadores.

2 comentarios:

  1. Anónimo10:20 p.m.

    El bendito tiempo... forjarse un futuro, salir corriendo. Cada vez es más raro disfrutar esa cosa que se llama presente.
    Excelente post Jessi. Saludos :D

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