¿Por qué no tengo aventuras? Escribía en uno de esos diarios rosas de Kitty, luego de adolescente releía el diario y tachaba esa frase. Qué patética, pensaba. Pero cuando niña la palabra aventura era el sueño de viajar por todo el mundo en un barco pirata, sintiendo el aire en mi cabello, tomando el timón entre mis manos, sintiendo la suavidad de la madera, lista para descubrir lugares fabulosos.
En los años que siguieron la cabeza se me llenaba de historias, de diálogos interminables y de las situaciones más inusuales. Un día se me ocurrió empezar a escribir algunas de esas cosas. Y así es como recuerdo, por ejemplo, cuando soñé que tenía un cuarto lleno de cheetos de bolitas y cada vez que me acuerdo sonrío. El otro día me preguntaron cuál era mi fantasía y de entre tantos sueños de grandeza mencionados por los demás, yo sólo podía pensar en ir a la Tierra de los Chocolates. ¿La de Charlie y la fábrica de los chocolates? No, la de Homero.
Y así las historias se metían todos los días en mi mente y lo único que me daba calma era escribirlas. La idea absurda que me martillaba en la cabeza pronto adquiría sentido con otras ideas que parecían dictadas en voz baja. Luego empecé a encontrar placer en leerlas y en corregirlas y volver a transcribirlas y volver a leerlas y volver a corregirlas.
Con el pasar del tiempo me acostumbré a callar el murmullo de la tensión y a darle por su lado a la soledad. Cuando se me metía muy dentro, me subía al techo a ver el cielo o pedaleaba hasta casa de una amiga. Un tiempo hasta me agarró leyendo sobre impresionismo y me mostraba imágenes que yo trataba de reproducir con papel cartoncillo y pinturas vinílicas. Otras veces me agarró jugando videojuegos en casa de un amigo que armaba "fiestas", definidas según él por la presencia de charritos, coca y dos personas.
En tiempos más duros, la soledad me sacaba las lágrimas a punta de patadas y me hacía imaginarme como la loca de los gatos en una casa llena de libros bonitos. El amor parecía una burla en la lejanía de lo abstracto, en el dolor de lo irrealizable.
Pero un buen día el amor se presentó a mi puerta, discreto, con un esbozo de sonrisa que apenas y anticiparía la locura que estaba por vivir. Mientras el mundo estaba hecho pedazos, yo llevaba todavía el huracán dentro de mí. Pero así como vino se fue, como todo primer amor: insoportablemente doloroso. Y cada pequeño recuerdo hizo brotar palabras e imágenes y escribí algunas de ellas, mientras sepultaba las demás con películas y televisión.
Milagrosamente empecé a encontrar pequeños destellos de gozo: detalles insignificantes que me llenaban de una dicha inexplicable: una frase perfecta, el amarillo que envuelve los atardeceres nublados, una pintura vista al pasar, un explotar en el pecho al caminar... Y volví a sentirme yo otra vez. O tal vez me sentí mucho más yo que nunca por empezar a percibir mi disfrute de estas minucias.
Casi sin darme cuenta, llegó a mí el amor y enseguida la realización laboral. Mi gozo era tan grande que sobrepasaba cualquier cosa y me hacía sentir que cualquier lugar de techos altos y espacios amplios me quedaba chico. El mundo era mío y cada momento era perfecto.
¿Y la soledad? Ni siquiera me acordé de ella: se diluyó entre la gente que iba y venía, entre tantas cosas que invadían mi mente entre explosiones de satisfacción. La soledad, así como si nada, se perdió. La felicidad también se atenuó con el tiempo, pero dejó una capa de tranquilidad encima de mí y el tiempo siguió su camino.
Y todo ésto vino a mi mente porque recién caí en la cuenta de que encuentro un extraño bienestar en quedarme acostada sola, en encerrarme un momento dentro del baño a no hacer nada, en cerrar una puerta y sentir como se aisla el silencio, en comer a solas sin tener que hablar con nadie... Porque de pronto, después de un tiempo de no saber nada de mi soledad, comencé a extrañarla.